Lunes
23 noviembre
1998 - Nº 934

 

 

 


 

EL PAIS DIGITAL

DEPORTES
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Cuando el deporte mata

Cinco ciclistas franceses murieron, entre 1975 y 1995, por infarto o accidente vascular antes de cumplir los 45 años

MICHEL DE PRACONTAL
Así pues, 1998 ha sido el año de las grandes revelaciones. Del asunto Festina a la investigación sobre el fútbol italiano, hemos podido medir la amplitud de la plaga: el dopaje es una práctica masiva, organizada, casi científica. Ahora que el parlamento francés acaba de aprobar el proyecto de ley contra el dopaje, nuestro estudio demuestra que lo que está en juego en este combate va mucho más allá: por querer forzar la naturaleza, los atletas ponen en peligro su salud. E incluso su vida. Aquí están las pruebas, extraídas de un estudio realizado a petición nuestra por un médico deportivo y dos expertos en estadística del Instituto Curie. Son abrumadoras. "¿Hay que sacrificar la salud por los resultados?".

Entre 1975 y 1995, cinco corredores franceses que participaron en el Tour murieron por un infarto o por un accidente vascular sin haber cumplido los 45 años. Los tres más jóvenes tenían 27, 29 y 31 años, los otros dos 40 y 44. Una serie negra así no debería haberse producido nunca. Las muertes tan precoces por problemas vasculares son excepcionales. Si aplicásemos al pelotón los porcentajes nacionales, durante el periodo en consideración, sólo deberíamos lamentar una sola muerte de este tipo antes de los 45 años: 1,472 para ser precisos, aunque las "medias muertes" sean raras. Por lo tanto, de las cinco sobran cuatro. Cuatro muertes estadísticamente significativas: la probabilidad de que este exceso se deba al azar es exactamente del 0,0173%... ¡menos del 2%! Según el criterio universalmente admitido por los epidemiólogos, una probabilidad por debajo del 5% no corresponde a una fluctuación aleatoria, sino a un efecto real. Dicho claramente, los corredores del pelotón tienen ahora un riesgo anormalmente alto de que su corazón o sus arterias les dejen tirados antes de lo normal. Un riesgo muy superior al del conjunto de la población.

¿A qué se puede atribuir este aumento del riesgo si no es a los peligros del ciclismo de competición? Los corredores del Tour no son unos tipos frágiles. Son más bien unos mozalbetes con un corazón de acero y una salud de hierro. Los cuatro muertos de más demuestran matemáticamente lo que sabemos desde hace mucho tiempo sin admitirlo: el ritmo de competición del ciclismo moderno, el exceso de entrenamiento y el dopaje organizado se pagan. A fuerza de forzar la máquina humana por encima de sus límites, de "encender caldera", según la expresión apropiada, termina por explotar. De paso, la jerga del dopaje constituye en sí mismo la prueba más clara del hecho de que los ciclistas no "funcionan con "agua milagrosa" (1). Mejor que cualquier control, este lenguaje traiciona los vínculos ya antiguos que unen al pelotón con el dopaje. No se inventan de forma fortuita expresiones como "bolas de 4" (pastillas de estricnina de un diámetro de 4 mm., como las bolas de la caja de dirección de una bicicleta), "andar con pernos del 18" (doparse) o "cargadores reunidos" (los cuidadores).

Resulta inútil hacer comentarios. ¿Quién se puede tragar que un único equipo gana un 10% de resistencia gracias a la EPO mientras que los demás carburan con agua del grifo? ¿Alguien ha visto a corredores del mismo equipo ganar todas las etapas con 30 minutos de ventaja? Hacen falta grandes dosis de hipocresía o de mala fe para seguir negando que el dopaje es un componente estructural del ciclismo moderno, como, por otro lado, de gran parte de los deportes de competición. Sin embargo, hemos deseado llevar la investigación un paso más allá. ¿Cuál es el efecto a largo plazo de una práctica deportiva cada vez más artificial, cada vez más alejada de la "verdad de los organismos"? ¿Qué les ocurre a los campeones una vez que abandonan los podios? ¿Cómo viven los hombres reales cuando dejan de ser gigantes de la ruta? ¿A qué edad mueren y de qué?

Ninguna federación, ningún organismo oficial del ciclismo, ningún comité olímpico ha realizado una investigación de este tipo. Al mundo del deporte no le gusta revelar los trapos sucios de los héroes. Y este silencio no es exclusivo del ciclismo. En la bibliografía epidemiológica francesa no se halla ni el más mínimo estudio serio sobre lo que ocurre a un montón de deportistas de alto nivel. Por tanto, el análisis estadístico que presenta Le Nouvel Observateur es una primicia. Engloba al conjunto de ciclistas franceses que participaron en el Tour de Francia desde finales de la II Guerra Mundial. Es decir, 667 corredores para 52 ediciones, de 1947 a 1998.

Sólo un cúmulo de circunstancias excepcionales hizo posible este estudio. Lo originó la pasión de un médico deportivo, Jean-Pierre de Mondenard, responsable del control antidopaje en el Tour de 1973 a 1975. Desde hace muchos años, el doctor de Mondenard ha llevado a cabo una incansable labor de documentación. Ayudado por otros dos amantes de la bicicleta, Philippe Fetter y Henri Lumineau, ha dedicado miles de horas para reunir las fechas de nacimiento y, cuando era el caso, de fallecimiento de los corredores. Todo ha sido comprobado minuciosamente, incluidas las causas de las muertes. El resultado es una base de datos única a la que sólo faltaba "hacerla hablar". Bernard Asselain, responsable del servicio de bioestadística del Instituto Curie en París y Yann DeRycke, ingeniero en el mismo servicio, aceptaron llevarlo a cabo. Curtidos en el estudio sobre la longevidad de montones de pacientes, pasaron los datos por el tamiz de una metodología estadística rigurosa. Sus sobrios listados revelan la historia oculta del Tour, narrada por las cifras.

De los 677 corredores estudiados, sólo nueve participaron en la prueba antes de la guerra (no hubo Tour entre 1940 y 1946). Los 668 restantes corrieron en una o varias de las 52 ediciones disputadas entre 1947 y 1998. La media de participaciones se sitúa entre tres y cuatro, pero muchos sólo corrieron uno o dos Tours, frente a acaparadores que superan la decena. Los dos plusmarquistas de participaciones son André Darrigade que disputó los 14 Tours de 1953 a 1966 y ahora tiene 69 años, así como Raymond Poulidor, también 14 Tours de 1962 a 1976 (faltó al de 1971 por culpa de una infección).

En 1947 tuvo lugar el primer Tour de posguerra: 21 etapas, 100 empezaron y 53 terminaron. El vencedor se llamó Jean Robic, de 26 años, con una media de 31,412 kilómetros por hora. En 1948 fue el italiano Gino Bartali. Luego vinieron el campeonísimo Fausto Coppi -en 1949 y 1952-, Louison Bobet y Jacques Anquetil, cuya gran época se extendió de 1961 a 1964 con cuatro victorias consecutivas.

Con la era Anquetil surgió una nueva generación. Los corredores de los años cincuenta habían nacido antes de la guerra, entre 1910 y 1930. A mediados de los años sesenta llegaron los hijos de la explosión demográfica, nacidos entre 1945 y 1955, que tomaron definitivamente el relevo en los años setenta. Este relevo demográfico se articuló en torno a toda una serie de cambios en el ciclismo profesional. Los equipos de marcas comerciales aparecieron en 1962. El ritmo de las carreras se aceleró. El calendario de competición se cargó. Las retransmisiones televisivas se alargaron. En pocas palabras, el ciclismo cambió de piñón durante los años de Anquetil (cuya media récord de 37,317 kilómetros por hora en el Tour de 1963 no fue mejorada hasta la victoria de Bernard Hinault en 1981). El aumento de la cadencia prosiguió a lo largo de los setenta. Jean-Pierre de Mondenard cuenta que "el belga Freddie Maertens es un ejemplo emblemático de este estajanovismo. En 1978 participó en 220 carreras, ganó 56 y alcanzó un total de 23 días de competición entre el 24 de marzo y el 1 de mayo. Los corredores de esa época corrían frecuentemente más de 200 días al año".

¿Qué dicen las estadísticas? De los 677, se cuentan 77 fallecimientos, es decir un poco más del 11%. Cuando se examina la mortalidad por franja de edad, choca una primera observación: la longevidad de los corredores es cada vez menor con el transcurso de los años. A medida que se avanza en el tiempo, aparecen cada vez más muertes antes de los 60 años. El pelotón parece evolucionar a contracorriente del conjunto de la población, cuya mortalidad disminuye en todas las franjas de edad desde la guerra.

Viejos y modernos

Para analizar esta evolución paradójica, los expertos en estadística del Instituto Curie diferenciaron dos subgrupos: los corredores cuyo año situado en la mitad de su carrera es anterior o igual a 1961 y aquellos para los que es posterior. Esquemáticamente, los "viejos" corresponden a la generación de antes de la guerra y al periodo de Coppi y Bobet. Los "modernos", en su gran mayoría, nacieron tras la guerra y corrieron durante los años de Anquetil, Merckx, Hinault o Indurain. Darrigade, el campeón en longevidad, forma parte de los "viejos", pero conoció el comienzo del periodo moderno.

El grupo de los "viejos" reúne a 285 sujetos, de los cuales 229 siguen vivos; el grupo de los "modernos", a 392 sujetos, de los cuales 370 están vivos. La media de edad del primer grupo es de 70 años, la del segundo de 44. El desequilibrio entre los dos traduce el hecho de que el primero corresponde realmente a una generación, mientras que los "modernos" incluyen al mismo tiempo a los hijos de la explosión demográfica y al comienzo de la generación más joven, nacida alrededor de 1970.

El grupo de más edad destaca por tener una salud excepcional. Si olvidamos las muertes precoces de Louison Bobet, Jean Robic o Roger Rivière, los "viejos" gozan, en su conjunto, de una salud envidiable. Los octogenarios están como rosas. Entre ellos, el que tiene más edad, Lucien Lauk, tiene hoy 87 años y corrió los Tours de 1948 y 1950. En total, el 93% de los "viejos" alcanza los 60 años y el 70% aún vive con 80 años. A título comparativo, en el conjunto de la población hay alrededor de un 85% de personas que han llegado a los 60 años, el 70% a los 70 años y el 40% a los 80 años (datos de 1975). Así, los "viejos" tienen un "plus" de casi una década sobre el francés medio. En comparación con la sorprendente conservación de sus mayores, los "modernos" salen mal parados: el 85% sigue vivo a los 60 años, lo que no está por encima del conjunto de la población. Son demasiado jóvenes para que se pueda calcular su tasa de supervivencia a los 80 años, pero, si siguen la misma tendencia, no tendrán la extraordinaria longevidad de sus mayores. Una vez más, Poulidor es la excepción que confirma la regla: con 63 años, parece estar en buena situación para demostrar que, con dopaje o sin él, la bicicleta le mantiene en forma.

¿Cómo explicar la diferencia anormal -y estadísticamente significativa- entre "viejos" y "modernos"? Para responder a ello, los expertos en bioestadística del Instituto Curie sintetizaron las causas de muerte en tres apartados: cáncer, enfermedades vasculares y accidentes (las demás causas son poco numerosas y apenas alteran el análisis). Para el cáncer, los dos grupos están próximos y no muestran porcentajes claramente superiores a los del conjunto de la población. Los accidentes hacen subir el porcentaje de los "modernos"; a nivel global, los 677 corredores tienen dos veces más accidentes que el conjunto de la población, pero los "modernos" tienen dos veces más que los "viejos". Como es bastante lógico, la mayoría de las veces, se trata de accidentes de carretera (coche o bicicleta).

Para las enfermedades vasculares, los más jóvenes también salen peor parados que los mayores, pero la diferencia no es significativa. En cambio, si nos limitamos a los fallecimientos antes de los 45 años, la diferencia es explosiva: los cinco corredores "arrancados" en la flor de la edad por crisis cardiacas o accidentes vasculares pertenecen todos ellos a los "modernos". Ningún fallecimiento de este tipo se registró entre los "viejos" y estas cinco muertes constituyen, en efecto, una anomalía llamativa. Sobre todo porque los corredores del pelotón presentan, en un principio, una constitución más robusta que la de la media nacional.

Dopaje científico

Unos resultados que confirman que, efectivamente, se produjo una ruptura en los años de Anquetil. El cambio en los años sesenta hizo que la práctica del ciclismo de competición fuera más peligrosa. Corrían cada vez más, cada vez más rápido y, sin duda, cada vez más "cargados". Hasta la II Guerra Mundial, el dopaje tenía tintes folclóricos: cafeína, éter, sangre de toro en ampollas, testículos aplastados de animales salvajes y las célebres "bolas de 4" con estricnina. La guerra popularizó las anfetaminas, muy apreciadas en especial por los pilotos de cazas. Las anfetaminas se extendieron entre los ciclistas durante los años cincuenta y sesenta. Era la "bomba" de Fausto Coppi, la "dinamita" capaz de hacer literalmente explotar el cuerpo por hipertermia. El 13 de julio de 1967, el británico Tom Simpson cayó fulminado durante el ascenso al Mont Ventoux.

Durante la siguiente década, aunque las anfetaminas no fueron abandonadas, el "armario de venenos" se enriqueció con varios estantes: los corticoides que se inyectaban a través de la camiseta -"el dardo"-, el "desayuno de los campeones" -los anabolizantes- y, por último, la hormona del crecimiento y la EPO.

Por lo tanto, en total, el periodo de los años setenta y ochenta fue especialmente mortífero, a causa, al mismo tiempo, de crisis cardiacas y de accidentes. Los últimos 10 años se caracterizaron por una doble tendencia. Por un lado, el ritmo de carrera se volvió menos duro, aunque el Tour se corra cada vez más rápido (Pantani batió el récord este año, rozando los 40 kilómetros por hora de media). Ahora se corre entre 100 y 130 días al año en vez de 200. Por otro lado, el dopaje ha cambiado. Ahora está directamente gestionado por médicos, en especial por los "brujos" italianos, que a menudo han pasado del control antidopaje a la preparación de los corredores. El dopaje se vuelve más científico, más adaptado al organismo y a la búsqueda de los resultados. Ya no se cargan "como mulas", se dosifican. Y los vigilan de cerca: el corredor bajo EPO duerme con un cinturón torácico provisto de una alarma que le despierta si su ritmo cardiaco se reduce.

Desde 1990, dos corredores han muerto antes de los 45 años. En los ochenta fueron cinco y en los setenta, cuatro. La profesionalización del entrenamiento, de la dietética y del dopaje, ¿ha tenido efectos benéficos? Es prematuro afirmarlo. Como mucho, se puede adelantar un pronóstico: con el tiempo, un mejor control de las sustancias y de la fisiología puede reducir los riesgos.

Reducir los riesgos no bastará para frenar el ciclo infernal del dopaje. Hoy se estigmatizan de buen grado las trampas de los corredores, de los médicos o de las autoridades deportivas cómplices. Se olvida el engaño principal: nuestra propia exigencia de un espectáculo deportivo total cuando sabemos de manera confusa de que se trata de fuegos artificiales. Sí, los ciclistas se dopan y no parecen dispuestos a parar. Aquel que esté dispuesto a renunciar a su parte de eternidad que tire el primer dardo.

© Le Nouvel Observateur.

Que hablen los científicos

CARLOS ARRIBAS

Los datos son irrebatibles, pero las interpretaciones, no. La primera encuesta mínimamente seria sobre la mortalidad de los deportistas de alto nivel que existía hasta el momento hablaba de que su esperanza de vida estaba por encima de la media de la población general. La que hoy publicamos del Nouvel Observateur, referida exclusivamente a ciclistas franceses participantes en el Tour, parece llevarle la contraria. Viene a reflejar una mortalidad por accidentes cardiacos entre los corredores que han disputado la carrera francesa muy superior a la de la media de la población, pero sólo en lo que podríamos llamar la edad moderna del ciclismo, a partir de los años 60. Para algunos, la época en que el dopaje pasó de la era artesana a ser un arma generalizada entre los que querían sobrevivir en el deporte más duro. Tom Simpson, se recuerda, murió en 1967 cargado de anfetaminas y coñac. Pero también, que no se olvide, es la era en que llegó la televisión en directo, en que comenzaron con fuerza los patrocinios comerciales a los equipos, en que el deporte empezó a ser sinónimo de espectáculo de masas. En los años 70 no era infrecuente el ciclista que sumaba más de 200 días de competición al año. Fue el tiempo en que los entrenamientos y la competición se seguían sin ningún control médico y en que el masajista era la máxima autoridad a la hora de recomendar la mejor ayuda.

Los ciclistas de la última época, la llamaremos post moderna, aún son demasiados jóvenes como para ser protagonistas de una encuesta de mortandad. Son, sin embargo, el objetivo de una campaña moralizante. Se trata del dopaje científico. Que se prohiba la química, que se persiga como al demonio, exigen. Olvidan, sin embargo, que nunca han estado los deportistas igual de protegidos y cuidados como ahora en que la figura del médico especialista del ejercicio se ha generalizado. Son los científicos del deporte, los que mejor conocen el organismo humano sometido a las sobrehumanas leyes de la búsqueda del más lejos. Son ellos los que deben empezar a hablar alto para que se les entienda. Son ellos los que tienen que explicar por qué a veces puede ser mejor una dosis de EPO que dejar a un corredor terminar una etapa anémico o exhausto. Y si se renuncia a ellos, empecemos también a renunciar al deporte espectáculo. O lo que sea.

   

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