OPINIÓN

 

 

DOPAJE Y MEDICACIÓN DEL DEPORTISTA

(Con ocasión del caso Cachorro)

Antonio Millán Garrido*

 

El dopaje, junto a la violencia y la corrupción, constituye, en estos momentos, la mayor amenaza para el deporte. El dopaje quebranta la necesaria igualdad entre los competidores y vulnera los valores deportivos, propiciando el triunfo de quien utiliza la trampa y el engaño para superar al adversario. Pero, además, el dopaje incide negativamente en la salud del deportista, convirtiendo en perniciosa una actividad de suyo saludable.

Es la necesidad de tutelar la igualdad de los competidores, de preservar los valores del deporte y, sobre todo, de proteger la propia salud del deportista la que justifica la decidida actuación en contra de las complejas –y, cada día, más sofisticadas– prácticas dopantes. En el sector público, han resultado fundamentales los esfuerzos de impulso y armonización llevados a cabo por el Consejo de Europa, entre los que destaca el Convenio de Estrasburgo de 1986 (ratificado por España en 1992), así como las medidas de refuerzo auspiciadas por la Unión Europea, especialmente en su Plan de apoyo comunitario a la lucha contra el dopaje en el deporte de 1999. En el sector privado, el movimiento olímpico propició, en ese mismo año, la constitución de la Agencia Mundial Antidopaje (AMA, WADA) y, más tarde, en 2003, la aprobación del Código Mundial Antidopaje, ratificado por más de cien países, entre ellos España. La validación pública de este ordenamiento privado se intenta, en estos momentos, a partir de un Convenio internacional contra el dopaje en el deporte, cuya aprobación está prevista, en otoño de este año, por la Conferencia General de la Organización de Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO).

En España, la Ley del Deporte de 1990 conformó un buen y efectivo modelo, en el que, si bien colaboran el movimiento olímpico y las federaciones deportivas, la responsabilidad última del control y represión del dopaje se atribuye a las Administraciones Públicas y, más concretamente, al Consejo Superior de Deportes, a través de la Comisión Nacional Antidopaje.

Este modelo parte, en lo sustancial, de la unificación de las sustancias prohibidas y métodos no reglamentarios en un listado de mínimos que, aprobado por el Consejo Superior de Deportes, viene publicándose cada año en el Boletín Oficial del Estado (la última actualización se encuentra en el número 7, de 8 de enero del año en curso). Y es el contenido de esta lista el extremo que, a mi modo de ver, más necesita una reflexión seria y rigurosa, especialmente en estos momentos en que el Gobierno va a intensificar la lucha contra el dopaje con un plan (de «tolerancia cero») cuyo proyecto fue aprobado en el Consejo de Ministros del pasado día 11 de febrero.

La lista, en efecto, nos presenta muchas –demasiadas– objeciones a médicos y juristas. La más relevante es que ni están todas las sustancias realmente dopantes ni, en sentido estricto, son dopantes todas las incluidas.

Nadie discute que en la lista deben figurar aquellas sustancias que, incrementando artificialmente el rendimiento del deportista, resultan perjudiciales para su salud. Es el caso, entre otras, de las hormonas peptídicas, de los anabolizantes y de los métodos de dopaje sanguíneo: EPO y sus derivados. Y tampoco se cuestiona la inclusión de las sustancias enmascarantes. En cambio, no encuentra fácil justificación el que, en el listado vigente, aparezcan sustancias (broncodilatadores a bajas dosis, anestésicos locales, glococorsticosteroides...) que carecen de acción ergogénica y no suponen peligro alguno para la salud. Es más, son sustancias que pueden resultar necesarias –imprescindibles, incluso– en la medicación del deportista.

El Código Mundial Antidopaje determina, al respecto, que una sustancia o método, para ser incluido en la lista de prohibiciones, debe cumplir dos de estos tres parámetros: incrementar artificialmente el rendimiento del deportista, suponer un riesgo, real o potencial, para su salud y ser contrario al espíritu deportivo (art. 4.3).

Las sustancias indicadas no incrementan el rendimiento del deportista y, desde luego, no contrarían el espíritu deportivo ni suponen un riesgo para la salud, antes al contrario, según queda dicho, vienen requeridas, en determinadas afecciones y enfermedades, por la propia salud del deportista.

En estos casos (entre ellos se incluiría el uso de productos farmacológicos con betametasona para el tratamiento de enfermedades alérgicas) no cabe hablar de dopaje, sino que estamos ante supuesto de medicación requerida por un deportista con problemas de salud.

Urge, pues, una clarificación de la lista de sustancias prohibidas y métodos no reglamentarios en el deporte que evite la imputación de dopaje, con todos los perjuicios que ello acarrea, a deportistas que lo único que han hecho es seguir un tratamiento médico con una sustancia que, por demás, no comporta incremento artificial del rendimiento deportivo.

La efectiva represión del dopaje requiere, como base, una lista segura, cerrada y creible. A partir de ahí todos propugnamos la tolerancia cero en la lucha contra el dopaje, que, por supuesto, constituye una apuesta decidida –e imprescindible– por salvaguardar los valores de honestidad, excelencia, afán de superación personal, solidaridad y juego limpio consustanciales a la práctica del deporte.

 

DIARIO DE JEREZ. 22 de marzo de 2005